Los últimos días de Jesús en la Tierra
ES EL séptimo día del mes judío de Nisán del año 33 E.C.
Imagínese que usted está observando lo que sucede en
la provincia romana de Judea. Jesús y sus discípulos
han salido de Jericó, una ciudad de exuberante
vegetación, y suben con dificultad por un camino
polvoriento y serpenteante.
Como ellos, muchos
viajeros más van rumbo a Jerusalén con ocasión de la
celebración anual de la Pascua. Sin embargo, los
discípulos de Cristo están pensando en algo más que
en esta agotadora caminata.
Los judíos anhelan un Mesías que los libre del yugo romano.
Muchos consideran que Jesús de Nazaret es ese Salvador por tanto tiempo
esperado. Durante tres años y medio se ha dedicado a hablar del Reino de Dios.
Ha curado a los enfermos y ha alimentado a los hambrientos.
En efecto, ha
consolado a la gente. Pero a los caudillos religiosos los irrita la dura
denuncia que Jesús hace de ellos, y están desesperados por darle muerte. Aun
así, allá va subiendo por el reseco camino delante de sus discípulos con aire
resuelto (Marcos
10:32).
Mientras el Sol se pone detrás del monte de los Olivos, Jesús
y sus compañeros llegan al pueblo de Betania, donde pasarán las siguientes seis
noches. Allí los reciben sus amados amigos Lázaro, María y Marta. El fresco
anochecer les alivia del calor del viaje y señala el inicio del sábado 8 de
Nisán (Juan
12:1, 2).
9 de Nisán
Después del sábado, hay mucho movimiento en Jerusalén. Miles
de visitantes ya han llegado a la ciudad para observar la Pascua. Pero hay más
bullicio del acostumbrado en esta época del año. Multitudes curiosas caminan a
toda prisa por las estrechas calles que conducen a las puertas de la ciudad.
Cuando logran abrirse paso por las abarrotadas puertas, ¡qué vista les espera!
Muchas personas, radiantes de alegría, vienen bajando del monte de los Olivos
por el camino de Betfagué (Lucas
19:37). ¿Qué significa toda esta actividad?
¡Miren! Jesús de Nazaret viene montado sobre un pollino de
asna. La gente tiende sus prendas de vestir
en el camino delante de él, mece
palmas recién cortadas y grita con gozo: “¡Bendito es el que viene en el nombre
de Jehová, sí, el rey de Israel!” (Juan
12:12-15).
Al acercarse la multitud a Jerusalén, Jesús mira la ciudad y
se conmueve profundamente. Se pone a llorar, y lo escuchamos predecir su
destrucción. Cuando, poco después, llega al templo, enseña a las muchedumbres y
sana a los ciegos y los cojos que acuden a él (Mateo
21:14;
Lucas 19:41-44, 47).
Estos sucesos no pasan inadvertidos para los sacerdotes
principales y los escribas. ¡Cómo los irrita ver las obras maravillosas de Jesús
y el júbilo de las muchedumbres! Los fariseos, incapaces de ocultar su
indignación, exigen: “Maestro, reprende a tus discípulos”. “Les digo
—contesta Jesús—: Si estos permanecieran callados, las
piedras clamarían.” Antes de irse, Jesús observa los tratos comerciales que se
efectúan en el templo (Lucas
19:39, 40;
Mateo 21:15, 16;
Marcos 11:11).
10 de Nisán
Jesús llega temprano al templo. Ayer, no pudo menos que
indignarse al ver la flagrante comercialización de la adoración de su Padre,
Jehová Dios. Con gran celo, pues, se pone a echar del templo a los que compran y
venden en él.
Luego vuelca las mesas de los avaros cambistas y los bancos de
quienes venden palomas. “Está escrito —exclama Jesús—:
‘Mi casa será llamada casa de oración’, pero ustedes la hacen cueva de
salteadores.” (Mateo
21:12, 13.)
Los sacerdotes principales, los escribas y los hombres más
prominentes no soportan las acciones y la enseñanza pública de Jesús. ¡Cómo
ansían darle muerte! Pero se retienen a causa de la muchedumbre, pues el pueblo
está atónito ante su enseñanza y sigue “colgándose de él para oírle” (Lucas
19:47, 48). Al acercarse la noche, Jesús y sus compañeros disfrutan de la
agradable caminata de regreso a Betania, donde descansarán hasta el día
siguiente.
11 de Nisán
Temprano por la mañana, Jesús y sus discípulos ya están
cruzando el monte de los Olivos camino a Jerusalén. Cuando llegan al templo, los
sacerdotes principales y los ancianos no tardan en desafiar a Jesús.
Recuerdan
bien lo que hizo a los cambistas y comerciantes en el templo. Sus enemigos
preguntan con malevolencia: “¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Y quién te
dio esta autoridad?”. “Yo, también, les preguntaré una cosa —responde
Jesús—. Si me la dicen, yo también les diré con qué autoridad hago estas
cosas: El bautismo por Juan, ¿de dónde era? ¿Del cielo, o de los hombres?”
Los
opositores consultan entre sí en voz baja, razonando: “Si decimos: ‘Del cielo’,
nos dirá: ‘Entonces, ¿por qué no le creyeron?’. Sin embargo, si decimos: ‘De los
hombres’, tenemos la muchedumbre a quien temer, porque todos tienen a Juan por
profeta”. Perplejos, contestan débilmente: “No sabemos”. Jesús responde con
calma: “Tampoco les digo yo con qué autoridad hago estas cosas” (Mateo
21:23-27). Los enemigos de Jesús tratan ahora de
entramparlo logrando que diga algo por lo cual
puedan hacer que se le arreste. “¿Es lícito
—preguntan— pagar la capitación a César, o
no?” “Muéstrenme la moneda de la capitación”,
replica Jesús, y pregunta: “¿De quién es esta imagen
e inscripción?”. “De César”, responden. Jesús los
deja frustrados al decir con claridad a oídos de
todos los presentes: “Por lo tanto, paguen a César
las cosas de César, pero a Dios las cosas de Dios” (Mateo
22:15-22).
Habiendo silenciado a sus enemigos con una argumentación
irrefutable, Jesús pasa a la ofensiva ante las muchedumbres y sus discípulos.
Escúchele denunciar sin temor a los escribas y fariseos. “No hagan conforme a
los hechos de ellos —advierte—, porque dicen y no hacen.”
Pronuncia
con denuedo una serie de ayes sobre ellos y los denuncia como guías ciegos e
hipócritas. “Serpientes, prole de víboras —dice Jesús—,
¿cómo habrán de huir del juicio del Gehena?” (Mateo
23:1-33.)
El que Jesús haga estas duras denuncias no significa que pase
por alto las cualidades positivas de otras personas. Más tarde, ve a la gente
echando dinero en las alcancías del templo. ¡Qué conmovedor es observar a una
viuda necesitada dar todo su medio de vida: dos monedas pequeñas de muy poco
valor! Enternecido, Jesús señala que, de hecho, ella ha dado mucho más que todos
los que han echado grandes contribuciones “de lo que les sobra”. En su honda
compasión, Jesús concede gran valor al esfuerzo de quien hace todo lo que está a
su alcance (Lucas
21:1-4).
Jesús ahora sale del templo por última vez. Algunos de sus
discípulos comentan sobre la magnificencia de este, que está “adornado de
piedras hermosas y cosas dedicadas”.
Para la sorpresa de ellos, Jesús declara:
“Vendrán los días en que no se dejará aquí piedra sobre piedra que no sea
derribada” (Lucas
21:5, 6). Mientras salen de la atestada ciudad siguiendo a Jesús, los
apóstoles se preguntan qué habrá querido decir con estas palabras.
Pues bien, un poco más tarde, Jesús y sus apóstoles se
sientan y disfrutan de la paz y tranquilidad del monte de los Olivos. Mientras
contemplan la magnífica vista de Jerusalén y el templo, Pedro, Santiago, Juan y
Andrés procuran que Jesús les aclare su asombrosa predicción. “Dinos
—solicitan—: ¿Cuándo serán estas cosas, y qué será la señal de tu
presencia y de la conclusión del sistema de cosas?” (Mateo
24:3;
Marcos 13:3, 4.)
En respuesta, el Gran Maestro da una profecía verdaderamente
notable. Vaticina guerras a gran escala, terremotos, escaseces de alimento y
plagas. Además, predice que las buenas nuevas del Reino se predicarán por toda
la Tierra. “Entonces —advierte— habrá gran tribulación como la cual
no ha sucedido una desde el principio del mundo hasta ahora, no, ni volverá a
suceder.” (Mateo
24:7,
14, 21;
Lucas 21:10, 11.)
Los cuatro apóstoles escuchan atentamente mientras Jesús
explica otras facetas de ‘la señal de su presencia’. Recalca la necesidad de
‘mantenerse alerta’. ¿Por qué? “Porque —dice— no saben en qué día
viene su Señor.” (Mateo
24:42;
Marcos 13:33,
35, 37.)
Este ha sido un día inolvidable para Jesús y sus apóstoles.
Es, de hecho, el último día del ministerio público de Jesús antes de su arresto,
juicio y ejecución. Puesto que se hace tarde, regresan a la cercana Betania,
situada al otro lado de la colina.
12 y 13 de Nisán
Jesús pasa el 12 de Nisán con tranquilidad en compañía de sus
discípulos. Es consciente de que los guías religiosos ansían con desesperación
darle muerte, y no desea que interfieran con la celebración de la Pascua la
noche siguiente (Marcos
14:1, 2). Al día siguiente, el 13 de Nisán, la gente está ocupada haciendo
los preparativos finales para la Pascua.
En las primeras horas de la tarde,
Jesús envía a Pedro y a Juan a poner todo en condiciones para la Pascua, que
observarán en un cuarto superior de Jerusalén (Marcos
14:12-16;
Lucas 22:8). Poco antes del atardecer, Jesús y los otros diez apóstoles se
reúnen con ellos allí para su última celebración de la Pascua.
14 de Nisán, después de la puesta del Sol
Una delicada penumbra envuelve Jerusalén al atardecer, cuando
la luna llena empieza a elevarse por encima del monte de los Olivos.
En un
cuarto grande amueblado, Jesús y los doce están reclinados a una mesa preparada.
“En gran manera he deseado comer con ustedes esta pascua antes que sufra”, dice
Jesús (Lucas
22:14, 15).
Después de un rato, a los apóstoles les sorprende verlo
levantarse y poner a un lado sus prendas exteriores. Toma una toalla y una
palangana con agua y se pone a lavarles los pies. ¡Qué lección más inolvidable
de servicio humilde! (Juan
13:2-15.)
Sin embargo, Jesús sabe que uno de estos hombres, Judas
Iscariote, ya ha quedado en traicionarlo a los guías religiosos. Como es
comprensible, se aflige mucho. “Uno de ustedes me traicionará”, revela. Los
apóstoles se contristan mucho por ello (Mateo
26:21, 22). Después de la celebración de la Pascua, Jesús dice a Judas: “Lo
que haces, hazlo más pronto” (Juan
13:27).
Una vez que Judas se ha ido, Jesús instituye una cena para
conmemorar su inminente muerte. Toma un pan sin levadura, ofrece una oración de
gracias, lo parte y dice a los once que coman de él. “Esto significa mi cuerpo
—dice— que ha de ser dado a favor de ustedes. Sigan haciendo esto en
memoria de mí.”
Entonces toma una copa de vino tinto y, después de decir una
bendición, se la pasa a ellos y les dice que beban de ella. Luego agrega: “Esto
significa mi ‘sangre del pacto’, que ha de ser derramada a favor de muchos para
perdón de pecados” (Lucas
22:19, 20;
Mateo 26:26-28).
Esa noche trascendental, Jesús enseña a sus apóstoles fieles
muchas lecciones valiosas, entre ellas la importancia del amor fraternal (Juan
13:34, 35). Les asegura que recibirán un “ayudante”, el espíritu santo, el
cual les hará recordar todas las cosas que él les ha dicho (Juan
14:26).
Más tarde esa misma noche, sin duda se sienten muy animados al
escuchar a Jesús orar por ellos con devoción (Juan,
cap. 17). Después de entonar canciones de alabanza, salen del cuarto
superior y siguen a Jesús en aquella noche fresca y ya avanzada.
Jesús y sus apóstoles cruzan el valle de Cedrón rumbo a uno
de sus lugares preferidos, el jardín de
Getsemaní (Juan
18:1, 2). Mientras los apóstoles esperan, Jesús se aleja un poco a fin de
orar.
No puede describirse con palabras la tensión emocional que siente al
elevar a Dios una encarecida petición de ayuda (Lucas
22:44). Le es sumamente angustiante tan solo pensar en el oprobio que
acarrearía a su amado Padre celestial si fallara.
Casi inmediatamente después de que Jesús concluye su oración,
llega Judas Iscariote acompañado de una muchedumbre que lleva espadas, garrotes
y antorchas. “¡Buenos días, Rabí!”, dice Judas, besándolo tiernamente.
Esta es
la señal para que los hombres arresten a Jesús. De pronto, Pedro empuña la
espada y le corta una oreja al esclavo del sumo sacerdote. “Vuelve tu espada a
su lugar —dice Jesús mientras sana la oreja del hombre—,
[...] todos los que toman la espada perecerán por la espada.” (Mateo
26:47-52.)
¡Todo sucede con tanta rapidez! Se arresta y se ata a Jesús.
Los apóstoles, temerosos y confundidos, abandonan a su Amo y huyen. A Jesús se
le lleva ante Anás, el anterior sumo sacerdote, y luego ante Caifás, el sumo
sacerdote actual, para someterlo a juicio. A primeras horas de la mañana, el
Sanedrín presenta falsos cargos de blasfemia contra Jesús.
Luego Caifás hace que
lo lleven ante el gobernador romano Poncio Pilato. Este lo envía a Herodes
Antipas, el gobernante de Galilea, quien, junto con sus guardias, se burla de él
y lo envía nuevamente a Pilato. Este confirma su inocencia, pero los caudillos
religiosos lo presionan para que condene a Jesús a muerte.
Después de someterlo
a mucho maltrato verbal y físico, llevan a Jesús al Gólgota, donde se le clava
sin misericordia a un madero de tormento, en el cual sufre una muerte sumamente
dolorosa (Marcos
14:50–15:39;
Lucas 23:4-25).
Esta habría sido la mayor tragedia de la historia si la
muerte de Jesús hubiera puesto fin permanente a su vida. Felizmente, tal no fue
el caso. El 16 de Nisán de 33 E.C., sus discípulos quedaron atónitos al
descubrir que se le había levantado de entre los muertos.
Con el tiempo, más de
quinientas personas comprobaron que estaba vivo de nuevo. Además, transcurridos
cuarenta días a partir de su resurrección, un grupo de seguidores fieles lo vio
ascender al cielo (Hechos
1:9-11;
1 Corintios 15:3-8).
La vida de Jesús y usted
¿Qué incidencia tienen en usted y, de hecho, en todos
nosotros, estos sucesos? Pues bien, el ministerio, la muerte y la resurrección
de Jesús ensalzan a Jehová Dios y son fundamentales en el desenvolvimiento de su
gran propósito (Colosenses
1:18-20).
Son de vital importancia para nosotros, ya que, sobre la base del
sacrificio de Jesús, podemos recibir el perdón de nuestros pecados y, por
consiguiente, disfrutar de una relación personal con Jehová Dios (Juan
14:6;
1 Juan 2:1, 2).
Hasta los muertos reciben beneficios. La resurrección de
Jesús hace posible que se les traiga de nuevo a la vida en el prometido Paraíso
terrenal de Dios (Lucas
23:39-43;
1 Corintios 15:20-22). Si usted desea saber más acerca de tales asuntos,
lo invitamos a asistir a la Conmemoración de la muerte de Cristo el
11 abril de 2017
en un Salón del Reino de los Testigos
de Jehová de su localidad.
Busca
direcciones de Salones del Reino en los cinco
continentes. Busque
a cual asistir.
Publicado en La Atalaya del 15 de marzo de 1998
“Una cueva de salteadores”
A JESÚS le sobraban razones para decir que aquellos
comerciantes avariciosos habían transformado el
templo
de Dios en “una cueva de salteadores” (Mateo
21:12, 13).
A fin de pagar el tributo del templo en la moneda debida, los
judíos y los prosélitos procedentes de otras tierras habían de cambiar su dinero
extranjero.
En su libro La vida y los tiempos de Jesús el Mesías, Alfred Edersheim explica que los cambistas solían abrir sus puestos por todo el país el
15 de Adar, un mes antes de la Pascua.
A partir del 25 de Adar, se trasladaban
al recinto del templo de Jerusalén para aprovecharse de la enorme afluencia de
judíos y prosélitos.
Los tratantes tenían un negocio floreciente, pues cobraban
una comisión por cada moneda que cambiaban. El que Jesús los llamara salteadores
deja entrever que sus comisiones eran tan cuantiosas que en la práctica estaban
robando a los pobres.
Algunos no podían llevar sus propios animales para
sacrificio, y los que lo hacían tenían que presentarlos ante un inspector en el
templo para que los examinara, pagando una cantidad.
Para no arriesgarse a que
se rechazara el animal tras haberlo acarreado desde lejos, muchos compraban a
los comerciantes corruptos del templo uno “aprobado” levíticamente. “A más de un
pobre aldeano lo desplumarían allí a conciencia”, dice un historiador.
Existen pruebas de que en un tiempo el sumo sacerdote Anás y su familia
tuvieron intereses creados en relación con los comerciantes del templo. Los
escritos rabínicos hablan de “los bazares de los hijos de Anás” allí
establecidos.
Las sumas que percibían de los cambistas y de la venta de animales
en los terrenos del templo eran una de sus principales fuentes de ingresos. Un biblista comenta que el acto de Jesús de desalojar a los comerciantes “fue
no sólo dirigido contra el prestigio de los sacerdotes, sino también contra sus
bolsillos”. Sea como fuere, sin duda sus enemigos deseaban eliminarlo (Lucas
19:45-48).

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